Madagascar es una isla que parece haber sido arrancada del continente africano por la imaginación de la naturaleza. Separada por el canal de Mozambique, esta tierra solitaria en medio del océano Índico guarda un mundo propio, donde el tiempo y la evolución han seguido caminos distintos. Es la cuarta isla más grande del planeta, pero su singularidad no se mide en tamaño, sino en lo que ofrece: paisajes que parecen de otro planeta, culturas que mezclan África y Asia, y una biodiversidad tan única que más del 90% de sus especies no existen en ningún otro lugar del mundo
Aquí, los baobabs se alzan como esculturas vivas en medio de tierras rojizas, los lémures saltan entre ramas como guardianes de un pasado remoto, y las playas de arena blanca se funden con selvas tropicales que susurran historias antiguas. Madagascar es también una tierra de contrastes: altiplanos frescos y fértiles en el centro, desiertos salinos en el sur, selvas húmedas en el este y costas coralinas en el oeste. Su capital, Antananarivo, se extiende entre colinas como un mosaico de tejados y mercados, mientras que sus pueblos rurales conservan tradiciones que se transmiten con orgullo y paciencia.
La cultura malgache es tan diversa como su geografía. Con raíces austronesias, africanas y árabes, el país vibra con ritmos, lenguas y rituales que celebran la tierra y la comunidad. La ceremonia del romazava, el plato nacional, o el rito del famadihana —la vuelta de los muertos— son ejemplos de cómo la vida y la muerte se entrelazan en una visión del mundo profundamente espiritual.